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¿El escritor nace o se hace?


Ilustración: The Writing Lesson, de Eugenio Zampighi

A Dios pongo por testigo que cuando empecé este blog, allá por el Pleistoceno, pretendía que las entradas fueran más frecuentes. Quizá no diarias ni semanales, pero sí una cada dos semanas, por ejemplo. Claro que no entraba en mis planes acabar mi nueva novela antes de lo previsto, ni volcarme en pulirla de inmediato. Pero, sobre todo, lo que no entraba en mis planes era que en marzo me propusiesen escribir una columna bimensual para la web Domingo de Cine, hablando de cine de terror. Y en esas estamos desde entonces.

Hoy me gustaría retomar este espacio (con la excusa de anunciar también mi columna en Domingo de Cine, no os voy a engañar), respondiendo la pregunta que da título a esta entrada. Y para ello retomo un textito que me encargó la Caixa Rural d’Onda, cuyo concurso literario infantil gané en su día, donde hablo de mi experiencia como escritor más o menos precoz. Ya se sabe lo que ocurre en estos casos: la respuesta ni es válida para todos ni tiene por qué ser la verdad absoluta. Pero es mi verdad. Y desde luego, es válida para mí. Allá vamos.

Hay escritores que desarrollan su afición por la escritura ya en una edad más o menos avanzada. Algunos, incluso, en el ocaso de sus vidas. Pero yo no me englobo en ninguno de esos grupos. De hecho, me recuerdo escribiendo desde mi más tierna infancia, alentado por mis padres (que siempre nos inculcaron el amor por la cultura) e inspirado por mi hermano (que fue, de hecho, el primer escritor de la familia).

Claro que por aquel entonces mi afición por la escritura era solo eso: una afición. Algo que hacía en casa, a puerta cerrada, mientras otros niños se dedicaban, por ejemplo, a jugar a fútbol. Escribir era una actividad solitaria y, bueno, quizá no con mala prensa, pero desde luego tampoco con el beneplácito popular del que sí gozaban actividades grupales como el fútbol (sospecho que vistas como más «sanas» y «normales» en el inconsciente colectivo).

Quizá la primera vez que observé la escritura no como una afición yerma y solitaria para raritos, sino como un don digno de elogio y recompensa, fue con el certamen literario de la Caixa Rural d’Onda. Ya no se trataba de encerrarme solo en casa con una libreta y un boli, sino de entrar en una competición creativa primero con los niños de mi clase, y luego con los de otros colegios de nuestra localidad. En el fondo, era como el fútbol: una especie de deporte. Solo que este se jugaba con papel y boli, en vez de con piernas y balón. Y aunque hubiera un ganador, en el fondo todos ganábamos un poco, pues habíamos estado jugando con nuestra imaginación y nuestra creatividad.

Siempre digo que los premios hay que tomárselos con alegría y gratitud, pero también con cierta distancia y sensatez. Aun con todo, lo que sí puedo asegurar es que, para mí, ganar el certamen literario de la Caixa Rural d’Onda significó algo más que el primer premio de mi carrera como escritor. Fue, sobre todo, una especie de palmadita en el hombro. Una palmadita que me ayudó a ver las cosas de otro modo y a pensar que, oye, a lo mejor esto de escribir tiene proyección un poco más allá del descansillo de mi casa. Curiosamente, el relato con el que gané, La noticia que no llega, ya recogía algunas de las obsesiones que acabaría refinando y desarrollando en mi carrera literaria adulta: cierto gusto por el género fantástico (de terror, principalmente) e incluso por los personajes femeninos. De casta le viene al galgo, como suele decirse.


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